Mientras recorremos este Año Jubilar, la Iglesia nos invita a caminar como “Peregrinos de Esperanza”. Pero, ¿qué significa esto? San Pablo nos ofrece una visión, cuando escribe:
“No solamente esto, sino que incluso nos gloriamos de nuestras aflicciones, sabiendo que la aflicción obra paciencia, y la paciencia, prueba; esperanza, y la esperanza no engaña, no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Romanos 5,3 - 5).
San Pablo describe la vida como un camino formado a través de pruebas, tras las cuales, nos llenamos de esperanza, una esperanza nacida del Espíritu Santo. En este Año Jubilar, en el que estamos llamados a ser ‘peregrinos de esperanza’, conviene reflexionar sobre esta importantísima virtud.
La esperanza cristiana se distingue por su optimismo y sus deseos de pensamiento. A diferencia de un optimismo basado en resultados positivos, la esperanza cristiana está fundamentada en la persona de Cristo y en la certeza de las promesas de Dios. Es “la virtud teologal mediante la cual deseamos alcanzar, el reino de los cielos y la vida eterna como nuestra felicidad total. Confiando en las promesas de Cristo, y no, en nuestras propias fuerzas, sino en la gracia del Espíritu Santo’’. (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1817). Una parte clave en esta definición es que la esperanza es, ante todo, una virtud teologal, un don de Dios que se infunde en el alma, elevando y dirigiendo todas nuestras pequeñas esperanzas, sublimándolas y orientándolas hacia su propio fin, que es el cielo.
De alguna manera, podríamos relacionar nuestra peregrinación cristiana de esperanza, como semejante, al Camino de Santiago en España. Muchas personas hacen esta caminata, como una peregrinación de fe o cuando se encuentran en una encrucijada donde tienen que tomar una decisión para sus vidas. Pensemos, por ejemplo, en los discípulos de Emaús: “Nosotros en verdad esperábamos que fuera Él (Jesús) aquel que habría de librar a Israel” (Lc 24,21). Llevaban consigo una mochila de pesadumbre en su corazón y sentían desvanecer sus ‘esperanzas’. En nuestra peregrinación, a menudo llevamos con nosotros una mochila llena de esperanzas, deseos y penas. En todo caso, el Camino se convierte en una especie de peregrinaje de esperanza.
Sin embargo, para hacer un verdadero peregrinaje, se debe tener un destino. No estamos en este mundo para perder el tiempo. Un verdadero ‘peregrino de esperanza’ camina con un propósito porque tiene una meta en mente. En el caso del Camino, la ciudad de Santiago de Compostela viene a representar nuestra Patria celestial. Alguien describió una vez el Camino como un «mirar hacia delante» y al mismo tiempo un «dejar atrás». Existe la emoción de acercarse al final del viaje y la interrogante de lo que habrá tras la siguiente colina o a la vuelta de la esquina, mientras que, al mismo tiempo, cada puente que se cruza, cada ciudad que se atraviesa implica un «dejar atrás». San Pablo lo describe maravillosamente en su carta a los Filipenses (3:13b-14): “…mas hago una sola cosa: olvidando lo que dejé atrás y lanzándome a lo de adelante corro derecho a la meta, hacia el trofeo de la vocación Divina hacia lo alto, en Cristo Jesús”. Como peregrinos de esperanza, nos esforzamos hacia la meta: la santidad, que nos exige mirar hacia adelante con esperanza y al mismo tiempo, dejar atrás todo aquello que pueda estorbarnos. Sin embargo, llevamos con nosotros a todos los que caminan en este viaje, así como el recuerdo de todo lo bueno que se ha derramado sobre nosotros.
No cabe duda de que encontraremos dificultades y obstáculos. La esperanza es, pues, un arma que nos protege en la lucha por la salvación: “... la cual tenemos como ancla del alma, segura y firme, que penetra hasta lo que está detrás del velo; a donde, como precursor, Jesús entró por nosotros…” (Hebreos 6, 19-20)» (CIC n. 1820). Si vemos las dificultades que se nos presentan bajo esta luz, y ponemos nuestra esperanza en las promesas de Cristo, seremos capaces de perseverar hasta el final, manteniendo la mirada fija en Jesús.
En este Año jubilar, convirtámonos en verdaderos peregrinos de esperanza, caminando con determinación, resistiendo con alegría y llevando la luz de Cristo al mundo. “Mantengamos firme la confesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que hizo la promesa” (Hebreos 10, 23). Supliquemos, finalmente, a la Madre de Dios, “vida y dulzura, esperanza nuestra” (Salve Regina), que nos ayude a ser dignos de las promesas de Cristo, nuestra segura y verdadera Esperanza.